La Justicia debería favorecer el acceso de los más vulnerables y terminar con la impunidad

por Irene Benito

Autor

Irene Benito

Publicado el

2021-06-18

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ParticipaciónAcceso a la justiciaCorrupción

Roberto Gargarella advierte sobre la degradación total del modelo menemista


El jurista e intelectual advierte sobre la degradación total del modelo menemista

La entrevista a Roberto Gargarella en cinco definiciones

Para mí la metáfora es la voladura de Río Tercero: esa idea de que para salvaguardarse, el poder de turno está dispuesto a hacer cualquier cosa, como sucedió durante el menemismo con la fábrica militar de Córdoba. Algo así pasa ahora con la Justicia”

“La cuestión, que estuvo siempre presente en la historia argentina y latinoamericana, de vínculos formales e informales entre Justicia y política empieza a tomar rasgos enfermizos en el Gobierno de Néstor Kirchner, y eso se mantiene hasta hoy. Ese esquema no desapareció en el interregno de Cambiemos porque al macrismo también le interesó mantener el lazo subterráneo de la mediación de los servicios de inteligencia, aunque prometió una transformación”

“La pregunta es cómo institucionalizar formas de participación popular para que, a través de la ciudadanía, se piensen formas de control. Pero la verdad es que en la Argentina el poder está tan concentrado y se manipula tanto desde allí que ni siquiera me atrevo a dar esta línea de idea”

“Las audiencias públicas y los _ amicus curiae _ no se instalaron por una vocación participativa y republicana de los miembros de la Corte Suprema, sino por el ejercicio de búsqueda de legitimidad y la necesidad de los ministros de mostrarse abiertos a la sociedad. Como esa búsqueda cambió, considero que por la impronta del presidente Carlos Rosenkrantz, es entendible, aunque no justificable, que estos institutos pierdan fuerza”

“Los dos compromisos y misiones actuales que tiene la Justicia son favorecer el acceso de los más vulnerables y terminar con la impunidad. Son dos caras de la misma moneda de la desigualdad: esta deja a una parte importante de la sociedad fuera de la Justicia mientras que permite privilegios extraordinarios para una pequeña porción”

Roberto Gargarella no tiene casi esperanza. "Finalmente, mi esperanza es la chapucería. Asumo y espero que podrán hacer poco de lo que han anunciado", afirma uno de los más prestigiosos juristas argentinos contemporáneos. En una conversación por Skype que él atiende con su biblioteca de fondo, Gargarella analiza este tiempo como el de la decadencia total de la manipulación de los controles implementada por Carlos Menem, que lo llevó a morir sin condenas firmes, e impidió el juzgamiento de su responsabilidad en las explosiones de 1995 de la fábrica militar cordobesa implicada en el contrabando de armas a Croacia y a Ecuador. "La metáfora que define este momento es la voladura de Río Tercero: esa idea de que para salvaguardarse, el poder de turno está dispuesto a detonar las instituciones e, incluso, a celebrarlo", observa.

-¿Cómo recibiste las reformas judiciales propuestas por el presidente Alberto Fernández?

-Diría que hay malas noticias. Más allá de que tenga desde hace mucho tiempo una visión en general crítica de los gobiernos argentinos, fueron muy preocupantes las manifestaciones del presidente en la asamblea del 1 de marzo como los primeros comentarios que hizo el designado ministro de Justicia y Derechos Humanos de la Nación (Martín Soria). Con ligereza este nos dejó en claro que la prioridad de su tarea respecto del Poder Judicial, que requiere democratización; fortalecimiento; igualdad; mejoras de acceso de los pobres; legitimidad y atención al antiguo problema de la corrupción, es ver cómo se solucionan las causas abiertas que implican a funcionarios y empresarios del Gobierno de Cristina Kirchner. Esta es una pésima novedad que nos lleva a preguntarnos qué tiene que con nosotros; con los dramas en los cuales estamos parados; con las tragedias de las que venimos; con los ideales que nos animan… ¡Es tanto lo que hay por hacer! Los gobernantes podrían decir que, dada la situación extrema y excepcional en términos mundiales que genera la pandemia, harán un paréntesis hasta que se normalice la situación. Si nos dijeran eso, pensaría que es una pena tener que postergar reformas importantes, pero entendería la necesidad de poner el conjunto de los recursos en la emergencia sanitaria. Pero se nos dice que, a pesar de la pandemia, harán un montón de cosas. Esto abre un gran interrogante: ¿cuál será la importancia de actuar ahora en medio de semejante crisis? A mí me genera una enorme tristeza y un gran desencanto porque no encuentro la relación entre estos anuncios, y la vida pública y lo que los argentinos necesitamos en este momento. Lo tomo como ofensivo, pero no por una antipatía con el Gobierno de turno, sino porque veo la pérdida de oportunidades y el derroche de los recursos limitados que tenemos. Finalmente, mi esperanza es la chapucería. Asumo y espero que podrán hacer poco.

-Mencionaste el caso de Río Tercero, y eso me lleva a preguntarte si lo que estamos viendo ahora es la degradación total de un modelo judicial y de relacionamiento de la política con la Justicia que inauguró el ex presidente fallecido Menem.

-Yo miré desde adentro el Gobierno alfonsinista porque trabajaba como asesor de Carlos Nino. Recuerdo que ahí había vínculos informales entre la política y la Justicia, inclusive la Corte Suprema. Para mí eso era un llamado de atención: recuerdo que hubo comunicaciones cuando el Poder Judicial estuvo por sacar y finalmente sacó una decisión sobre el divorcio. Yo deseaba que hubiese más separación, pero, bueno, había diálogo, y si este era abierto y transparente, lo podía entender. Pero esta era la versión ingenua de un mal que como bien decís se convirtió en una patología extrema. Esta enfermedad empezó de distintos modos, pero se intensificó con la intervención de la llamada SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado), y la perforación de esos túneles que conectaban a la Justicia con la política y los servicios de inteligencia. Esa mediación ya no responde a la idea de que la política quiere saber qué va a pasar con algunos juicios y cómo están pensando los jueces ciertos temas, sino al uso de dinero no transparentado para extorsionar o de la fuerza para amenazar. Vemos el empleo de la bolsa y la espada, como decía (Alexander) Hamilton, sobre la Justicia para obtener decisiones favorables. El cambio de Menem estalla en el primer Gobierno de Néstor Kirchner: mucho de lo que uno ve como patológico, aquel lo presentaba como un tema de la realpolitik que para mí es completamente inaceptable. Desde el minuto uno en Kirchner está la intención de valerse de miembros hoy muy conocidos de los servicios de inteligencia como operadores judiciales. Kirchner no veía problemas en eso: ahí la cosa ya toma otra dimensión porque los espías pasan a ocupar un lugar primario que ni siquiera pretende ser moderado en el discurso público, sino que se lo presenta como algo natural. La cuestión, que estuvo siempre presente en la historia argentina y latinoamericana, de vínculos formales e informales entre Justicia y política empieza a tomar rasgos enfermizos, y eso se mantiene hasta hoy. Esto no desapareció en el interregno de Cambiemos porque al macrismo también le interesó mantener el lazo subterráneo de la mediación de los servicios de inteligencia, aunque prometió una transformación.

-En la Corte sí hubo todo un cambio tras el menemismo, pero hay quienes sostienen que en los últimos casos de interés público, por ejemplo, en la resolución del per saltum de los magistrados trasladados Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, trató de ubicarse en el medio de las posiciones en pugna, pero que renunció a su deber de dar a la razón a quien la tenía.

-No sé si coincido con ese análisis. Desde hace unos años y por distintas razones, la Corte fue ganando autonomía: aparece como más difícil de controlar o de someter, lo que no quiere decir que sea independiente de la política. Algo que sigue teniendo peso es la tragedia del final del período menemista y las marchas de repudio de la Corte de esa época. Eso generó al interior del tribunal, de forma previa al Decreto 222 de Kirchner y a la llegada de Ricardo Lorenzetti, una reacción en el sentido de evitar que aquello volviera a ocurrir. Entonces los ministros buscaron cierta visibilidad pública y legitimidad. Desde el comienzo del siglo XXI veo un intento de romper con la historia de los años finales del menemismo. Lorenzetti, que presidió la Corte durante mucho tiempo, dejó una marca en ese intento de desarmar el desprestigio. Y eso lo llevó a mirar permanentemente menos el derecho que la geopolítica y la situación estratégica: se cuidó de no tomar decisiones que pudiesen generar resistencias muy fuertes en la sociedad; no provocar enemistades con partidos políticos, en especial con el del Gobierno; no irritar a los otros sectores de poder… Aparece este cuidado que puede ser defendible, aunque no es el modo de funcionamiento de la Corte que yo prefiero. Pero no me parece una aberración. No sé si los ministros tratan de mantenerse en el medio, aunque sí de definir de un modo muy calculado y esto se mantiene.

-¿Te parece que la Corte dejó de hacer audiencias públicas y de convocar a amicus curiae por razones políticas o por simple desinterés?

-Carlos Rosenkrantz tiene menos consideración que Lorenzetti por la cuestión de la legitimidad política. Él reclama para sí como marca de identidad de la Corte que preside el prestarle menos atención al equilibrio geopolítico, y más al derecho y a la historia. Yo creo que esta posición es equivocada. Se trata de una visión que lee el derecho de un cierto modo más conservador: pone un énfasis muy especial en el precedente y en el orden. Dicho esto, en las conversaciones que tuve con Rosenkrantz antes de llegar a la Corte en el ámbito de un reportaje para una revista jurídica de la Universidad Di Tella que yo dirigía, se le planteó el tema de los amicus curiae y de las audiencias públicas, y él hizo una defensa entusiasta de esos instrumentos, quizá para no enajenar a gente como yo. Asumí que había un compromiso más genuino. Pero si este déficit se consolida, será la ratificación de que su perfil más conservador también se proyecta en estas cuestiones. Esos mecanismos no se abrieron por una vocación participativa y republicana de los miembros de la Corte, sino por el ejercicio de búsqueda de legitimidad y de mostrarse abiertos a la sociedad. Como esa búsqueda cambió, entiendo que por la impronta de Rosenkrantz, es entendible, aunque no justificable, que estos institutos pierdan fuerza.

-A la luz de la práctica, ¿la pérdida de los amicus curiae y de las audiencias públicas implicaría un retroceso institucional relevante?

-Dentro de las críticas generales que hice siempre a la organización judicial, estas herramientas me parecían puertas abiertas importantes como transición a otros modos de pensar en el ejercicio de la magistratura. Pero sí fui escéptico porque lo que veía otra vez no era un compromiso genuino con un entendimiento del derecho vinculado con la democracia. La clave de esto es la discrecionalidad: esos mecanismos eran usados cuando la Corte quería, como quería y del modo en el que quería. Después de una audiencia pública uno no sabía si los argumentos expuestos habían sido útiles y de qué manera. En el mejor de los casos, podía haber una cita en la decisión final. Esa marca de discrecionalidad generó "la audiencia cuando tengo ganas" y no es para eso que este instituto se reclama.

-¿Cuál debe ser el rol de la sociedad civil para que el Poder Judicial sea más abierto, transparente y, en definitiva, justo?

-Soy menos demandante porque me parece que la sociedad civil está muy golpeada y hace lo que puede en una situación de emergencia. ¿Qué pasa si un ciudadano está cansado? Uno erra el tiro si piensa en lo que la sociedad civil hace o no hace. En general vemos que la ciudadanía reacciona cuando siente que las balas caen cerca: sale, protesta, se enoja, etcétera. Tal vez porque yo soy institucionalista, considero que en un contexto marcado por un sistema que desalienta en los hechos la participación y desincentiva la intervención de la ciudadanía, que se burla de este interés, no corresponde poner el dedo acusador sobre la sociedad y decirle "no te movilizaste lo suficiente". Para entender esto basta con mirar la dinámica del Consejo de la Magistratura de la Nación, que es una de las grandes vergüenzas remanentes de la reforma constitucional de 1994. Es una cueva de privilegios, de intercambio de favores y de extorsiones. Difícilmente ver algo peor: no sirve para nada. La pregunta es cómo institucionalizar formas de participación popular para que, a través de la ciudadanía, se piensen formas de control. Pero la verdad es que en la Argentina el poder está tan concentrado y se manipula tanto desde allí que ni siquiera me atrevo a dar esta línea de idea porque mañana dirán "como modo de democratizar la Justicia y asegurar la participación popular, vamos a hacer este comité con gente que yo designo para que controle el desempeño de tal o cual juez". De esta forma todo pierde sentido: hay que cuidar mucho las palabras porque la retórica de la participación popular puede ser utilizada para el mismo fin de todo lo que se está haciendo ahora, que es el estallido de Río Tercero: hacer estallar lo que haga falta para mantener la impunidad. Los dos compromisos y misiones que tiene la Justicia son favorecer el acceso de los más vulnerables y terminar con la impunidad. Son caras de la misma moneda de la desigualdad: esta deja a una parte importante de la sociedad fuera de la Justicia mientras que permite privilegios extraordinarios para una pequeña porción.

-¿Se rompió algún pacto de no agresión cuando se puso de nuevo en prisión al ex vicepresidente Amado Boudou y a otros empresarios kirchneristas, o cuando se validó el testimonio de los arrepentidos en la causa de los Cuadernos?

-No tengo dudas de que una parte importante del Poder Judicial se ve bajo ataque y está reaccionando. Si algo tiene bien desarrollado la Justicia argentina es el instinto de supervivencia: lee perfectamente que vienen los tiros y de dónde vienen. Esto genera los abroquelamientos de autodefensa para los cuales ha nacido: ese radar está muy aceitado. Hay que pensar a qué se debe mucho de lo que pasó en América Latina en los últimos tiempos ligado a los modos en los que empresarios y políticos por primera vez empezaron a pasar por los Tribunales, y que lleva al suicidio al ex presidente de derecha peruano, Alan García, o que ex presidentes que se reclamaban de izquierda, como Evo Morales, Rafael Correa y los Kirchner, tengan dificultades. En la misma línea se inscribe el caso de Odebrecht. Ello está diciendo que la manera en la que se hizo negocios con el Estado a comienzos del siglo XXI, que fue muy espectacular tanto por los montos como por las formas de autofavorecerse, resultó tan escandalosa que nadie pudo contenerlo. Esta región, que no se caracteriza por los Tribunales heroicos, se vio en la necesidad de investigar a figuras que nunca habían sido investigadas. Dicho eso, luego siempre hay cálculos y presiones, y climas coyunturales. En la Justicia argentina es posible que hoy hagan esto que vemos y mañana lo contrario.

-Siempre fuiste muy crítico del control contramayoritario, pero de tu última respuesta surge que entendés que este Poder Judicial puede hacer justicia en todos los casos de corrupción. ¿Cómo se compatibilizan estas visiones?

-Tengo muy poca esperanza en la Justicia. A lo sumo podrá avanzar en algunas causas. Ciertas herramientas, como la Ley del Arrepentido, ayudan en ese camino: esta norma modifica el sentido de los incentivos de un modo perfectamente constitucional. Hasta su sanción, había un estímulo para el silencio ilustrado en la condena a (Adolfo) Scilingo (ex represor militar) a miles de años de prisión. ¿Qué significa esto? Que el único que habló recibió una condena total. El sistema incentiva a que no hables porque, si lo hacés, te comés 4.000 años. La Ley del Arrepentido modifica ese mensaje y da un premio a quien aporta información sobre lo que pasó. Considero que ello es necesario a la luz del desastre del pacto de silencio que la maquinaria genera. Estos mecanismos provienen del "Mani Pulite", proceso que miro con admiración a pesar de las reservas con ciertos detalles, como miro con admiración a los jueces que murieron en Italia por ponerse de pie contra la mafia y que usaron la delación premiada para empezar a abrir la omertá. Yo soy abolicionista, pero la Constitución desde 1994 fulmina la cantidad de tonterías con las que el discurso público ridiculizó la crítica a la corrupción. Los críticos de este mal son catalogados como "honestistas", ingenuos e incapaces de comprender los códigos de la política real. Bueno, la reforma constitucional de 1994 puso la corrupción al lado de los crímenes de lesa humanidad y de la ruptura del orden democrático. Le dio el estatus de una preocupación extraordinaria y de la máxima jerarquía. Ahora, es tal la trama de intereses cruzados contra lo que la pintura boba del lawfare presenta (allá está la Justicia y aquí los políticos justicieros) y los canales subterráneos están tan arraigados que es muy difícil ser esperanzados. En un sótano así de interconectado, en principio, no hay esperanza.

BIO

Roberto Gargarella es sociólogo, abogado y doctor en Derecho por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se especializó en la Law School de University of Chicago, en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y en Oxford. Es profesor invitado de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella y profesor titular de la Facultad de Derecho de la UBA. Profesor e investigador invitado en distintos centros académicos, obtuvo las becas Fullbright, John Simon Guggenheim Memorial Foundation, Fundación Antorchas, etcétera. Es autor de numerosos libros y artículos publicados tanto en el país como en el exterior, entre ellos, "La sala de máquinas de la Constitución" (2014), "La derrota del derecho en América Latina" (2015) y "Castigar al prójimo: por una refundación democrática del derecho penal" (2016).

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