por Leonardo Filippini
El presente artículo forma parte del Dossier especial de JusTA: ¿Qué pasa con la reforma del Consejo de la Magistratura?
La discusión de una ley precedida de alguna controversia, o llamada a debatir un punto respecto del cual existen en la sociedad expectativas encontradas, se presta a diferentes análisis. Un prisma posible es tratar de dilucidar si la norma podrá consolidar un umbral superador de la cuestión, a partir del cual avanzar colectivamente en nuevas direcciones, o si, en cambio, se sumará como un nuevo capítulo a la controversia.
De antemano, por supuesto, es difícil distinguir cuáles discusiones legislativas zanjan discusiones —al menos por un tiempo, claro— de aquellas que solo aportan una nueva formulación de la cuestión, en el mejor de los casos, nutriendo el debate y sentando las bases para una discusión futura, pero sin pasar la página.
La ley de divorcio en su momento, la obligación de usar casco y cinturón de seguridad, o la consagración del matrimonio igualitario, más cerca, podrían servir de ejemplos de normas eficaces, en el sentido de aportar una cierta síntesis valorativa y una regulación aceptada y duradera, en general. Las sucesivas leyes de emergencia económica, o de blanqueo, en el extremo opuesto, ilustran el otro tipo de situación. Ciertamente, el debate social no cesa por completo porque exista una ley y los ejemplos y las clasificaciones siempre son vidriosos. Pero convengamos en asumir aquí que existen leyes más hábiles que otras en su aptitud para estabilizar expectativas sociales, con mayor capacidad de operar como referencias generalmente observadas.
Puestos a arriesgar, la ley del Consejo de la Magistratura de la Nación ahora en debate tiene pocas chances de sumarse al universo de las leyes durables y su destino luce bastante unido al de sus similares anteriores. Aunque el tema puede presentarse sencillo, pues se trata de formular un sistema institucional eficaz para la selección y el control de jueces independientes e imparciales, algo en lo que decimos coincidir parece que no tenemos tantos acuerdos acerca de qué perfiles buscar. Por momentos, ni siquiera parece que los tengamos en torno a cómo resolver las diferencias al respecto. Todo eso compromete la posibilidad de alcanzar un texto estable y esto se complica doblemente cuando la discusión se presenta de manera poco accesible.
Por empezar, el contexto no ayuda y varias posiciones importantes vinculadas al sistema de justicia no están cubiertas en forma efectiva. Los interinatos se han expandido. Vergonzosamente, la Defensoría del Pueblo de la Nación, incluso a pesar de un fallo judicial. La Procuración General de la Nación. Y, ahora también una vocalía en la Corte Suprema, más allá del plazo del decreto PEN 222/03. Fiscalías y defensorías, la Procuración Penitenciaria de la Nación, la Agencia Federal de Inteligencia, entre otros espacios vacantes. De modo no menor, también están vacantes varias plazas judiciales, regidas por la ley cuya reforma ahora se debate. Todo ello ilumina que el nudo del asunto no se desatará modificando solo la cantidad de sillas o la composición de los órganos a cargo de los nombramientos. Distintos sistemas y mayorías vienen asegurando un consistente número de vacantes importantes.
Además, la discusión legislativa se presentó de modo peculiar. El fallo de la Corte Suprema instando la reforma en diciembre de 2021 fue precedido en pocos días, por la presentación de un proyecto de ley del PEN si bien, en singular sincronía resolvía un caso iniciado más de diez años atrás. Algunos observadores interpretaron que, en rigor, el proyecto del Ejecutivo habría respondido a la inminencia del fallo. Cualquiera de los escenarios sugiere algo respecto de la agenda y los tiempos de la actividad legislativa.
La atención al argumento central de la decisión de la Corte tampoco parecería augurar un acuerdo profundo. El fallo indica que el estamento político del consejo —seis congresistas más la representación del PEN— podría funcionar en soledad, en desmedro de las demás representaciones y que ello exigía equilibrar a los sectores cuya representación pide la Constitución. Con todo, hay pocas alusiones a la efectiva práctica del cuerpo y el análisis del diseño institucional del cuerpo quizá luce algo desanclado de otras discusiones vigentes sobre el consejo. La Procuración General de la Nación, por cierto, no advertía que tal eventual actuación autónoma del estamento político fuera un problema constitucional, dada la pluralidad de fuerzas en el Congreso.
Sin dudas, pensar cómo y a qué perfiles profesionales elegimos para administrar justicia es una vía plausible para poner en debate qué justicia tenemos y cuál queremos. Pero el debate actual todavía carece del espesor y de la riqueza necesarios para anticipar, hoy, una ley que abarque las varias dimensiones del problema del que queremos hablar.
#Leonardo Filippini. Abogado (UBA) y Master en Derecho (Yale). Fiscal ante el Juzgado Federal de Primera Instancia de Moreno.
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