por Paola Di Nicola Travaglini
La lucha contra la mafia requiere la formación de los operadores judiciales en perspectiva de género y la erradicación de los prejuicios contra las mujeres y los hombres que afligen nuestra cultura patriarcal.
En la mafia y en los contextos de la delincuencia organizada se vive una paradoja: las mujeres no valen nada pero lo son todo, segregadas y valoradas en los roles que les son impuestos de esposas y madres. Sin ellas no nacen ni crecen los mafiosos que aniquilarán su vida y su dignidad; no se perpetuara el modelo de virilidad potente y de feminidad subalterna; no se mantendra firme la transmisión de los valores culturales de la opresión y de la violencia, cuyas primeras víctimas son las mujeres.
El Derecho romano, exportado como modelo al mundo, ha realizado una operación jurídica y cultural en la que se basan nuestras sociedades: crear un estatuto de legítima discriminación de las mujeres, excluidas como sujetos de derecho, privadas de todo poder público y relegadas al papel de guardianas únicas e indiscutibles de la moral y del orden familiar, con el "privilegio" de transmitir la tradición impuesta por los hombres, de su minoridad y de su servidumbre. El truco impuesto es que las mujeres solo valen y son reconocidas como esclavas de la familia, pero una vez que salen de los parámetros de su segregación se convierten en brujas para quemar.
Si los que combaten el fenómeno mafioso conocieran los mecanismos sobre los que nace y crece, desde hace 40.000 años, la violencia machista contra las mujeres y el sistema discriminatorio mundial ya habría sido derrotada. Pero las mujeres, se sabe, no constituyen una perspectiva epistemológica, no pueden representar un paradigma, porque la estructura cultural sobre la que nos movemos sigue siendo la de su irrelevancia y de su minoridad. Su derecho humano a vivir libres de la violencia, como escriben la Convención de Belem do Pará y de Estambul, es invisible, retrocede y no afecta a las mujeres de la mafia.
Los juicios durante décadas, han sido contados solo por hombres, mafiosos y sus abogados, investigadores, fiscales y jueces, según sus estereotipos, los útiles para mantener la firme imagen de un género masculino que desprecia y somete al femenino, o que a lo sumo solo sirve para consumirlo, y que reconoce solo a una mujer: la madre. Santa mujer la madre.
Los parámetros de muchos hombres que en las salas de justicia han leído a las mujeres de la mafia, fundadas en una estructura patriarcal de la que estaban obviamente impregnados, no permitían describirlas sino como esposas silenciosas y meras ejecutoras de órdenes masculinas, marionetas sin educación y dedicadas a la familia. Fue gracias a la miopía y a la distorsión interpretativa durante mucho tiempo, resultó que estas mujeres fueran declaradas inocentes, de sacar los mensajes de sus hombres de las cárceles, de cobrar el pizzo (la extorsión), de ser titulares de patrimonios inmensos, de ocultar las armas y las drogas, de educar a los futuros mafiosos en el mito de los patriarcas ausentes. En resumen, el estereotipo de la irrelevancia femenina, en el que se basa la estructura de la convivencia planetaria, ha servido incluso a la mafia para prosperar sin perturbaciones.
Quien no conoce la historia de las mujeres, la cultura discriminatoria que les ha querido y todavía las quiere silenciadas y sumisas en todo contexto, sin poder arrancar fuerza, inteligencia y capacidad transformadora, no puede agredir eficazmente y en su raíz a este fenómeno criminal.
Se necesitan nuevas claves interpretativas que no deformen los hechos para doblegarlos a estereotipos y prejuicios de género que hemos introyectado y que constituyen nuestro patrimonio identitario. Para contrarrestar a la mafia hay que saber que las mujeres, todas las mujeres del mundo, aunque sean ricas y poderosas, son domesticadas desde el nacimiento para convertirse en esclavas de la violencia -hasta incluso simbólica- de los hombres. Porque solo son reconocidas hasta que observan todas las prohibiciones que la sociedad les impone para debilitarlas: no reír, no hablar, no exagerar, no mostrarse, no proponerse, dejarse guiar, ir protegida, no ser capaz, Baja la voz, no te preocupes por el dinero, sé una buena madre, no corras, quédate un paso atrás, baja la mirada. Pero sobre todo, nunca oscurezca al macho de turno y su poder.
Las mujeres de mafia, todas, son esclavas, todavía más que las demás: no son libres, no eligen, están obligadas a custodiar los desvalores mafiosos con los que transmiten su impotencia, magnificando lo viril; un cuerpo reproductivo y cuerpo a disposición de los deseos sexuales del hombre de familia que los toma sin preguntar. Su consentimiento no tiene estatuto.
Ninguna mujer quiere su segregación, ni siquiera las de la mafia. La coartada del género femenino dedicado al sacrificio y al masoquismo por el bien de los hijos sirve para legitimar la mala conciencia colectiva que las priva de la libertad.
La violencia simbólica, que no queremos ver y que impregna cada minuto de la vida de las mujeres posponiendo su minoridad, actúa con ellas a través de la adhesión total a las categorías de pensamiento y de voluntad del dominante: cuanto más se adhieren a ella, más se reconocen. Como nos ha impuesto el derecho romano. Esta es la razón por la que estas mujeres son las más intransigentes en la reacción vengativa respecto a quienes violan las reglas mafiosas, porque si éstas son menos, pierden su identidad.
Las mujeres de la mafia valen socialmente y para el clan, así que por sus afectos y porque están sometidas: la prohibición y la adhesión apremiante a su esclavitud constituyen su misma fuerza. Es el modelo sagrado de la madre, dedicada al sacrificio sin pedir nada a cambio, a quien se dejan los desperdicios de comida y las actividades humillantes, el que produce y reproduce el sustrato cultural sobre el que la mafia nace y crece cada vez más potente. Es un modelo primitivo aún universalmente reconocido incluso fuera de la organización criminal, porque es el modelo en el que se basan nuestras sociedades.
Para la mafia la familia no es un lugar de afectos, de amor y de libertad, es un lugar de poder, de prohibiciones, de afirmación contra otros, de dinero, de afiliaciones, de muerte para quien viola sus reglas. Las mujeres de la mafia no pueden elegir con quién casarse porque los matrimonios sirven para fortalecer las alianzas, tampoco pueden teñirse el pelo y maquillarse cuando su marido está en la cárcel; las mujeres de la mafia no se visten como "putas" y tienen que tener hijos para la mafia porque son un contenedor, un cuerpo de reproducción que crea una correa de hierro al cuello, un vínculo definitivo para el clan. Es la sangre lo que vale no el amor y la elección. Es la sangre lo que vale, no el amor y la elección. Los hijos sirven para hacer tratos con los rivales, para aumentar el poder y para esclavizar a las mujeres. Su poder más grande y su poder único es su prisión.
Sin las mujeres no se acrecienta el ejército mafioso. Si dejan de reproducir a sus torturadores la mafia muere, por eso es santificada la maternidad y adorada la Virgen.
Si sufren violencia de los hombres de familia, callan, si son traicionadas por sus maridos, callan. Son objeto de poder y basta, sirven para demostrar socialmente la virilidad de su hombre, es decir, sumisión a su lujuria y sus deseos, y mejor si es con actos públicos de humillación. Los hombres de la mafia por otro lado no piden permiso y el sexo es una de las formas más explícitas de poder. No conozco padrinos condenados por violencia sexual; pero por cientos de asesinatos sí. Pero sí se sabe que la violencia sobre una mujer no es investigada y la violación de sus derechos es inalienable no vale, es recesiva respecto a crímenes más graves.
Las mujeres de la mafia lo saben todo, escuchan todo. Nuestra errónea lectura estereotipada es que no valen poco o nada, porque también en la sociedad las mujeres valen poco o nada. En cambio, solo gracias a ellas se perpetúa el modelo mafioso. Los hombres de la mafia no existen porque están prófugos o en la cárcel, sus hijos y sus nietos a menudo los ven solo detrás de una mesa en una cárcel o tras las rejas.
Entonces ese heroísmo ¿quién lo construye? La palabra de las mujeres. Estos hombres viven solo gracias a la historia de sus madres, esposas, hermanas y abuelas. ¿Y si estas mujeres dejaran de contar las historias de "los héroes de la mafia"? Se rompería la estructura que funda su poder simbólico, el que une al dominante y al dominado, fijando el orden social mafioso.
Pero, ¿en qué parte del mundo la judicatura y las fuerzas policiales tienen esta conciencia o están formadas para adquirirla ? Luego están las mujeres que se rebelan, rompen las reglas, aspiran a una porción de libertad -incluso mínima-, huyen y hasta se enamoran de verdad. Y cuando esto sucede, les dicen a los jueces lo que han visto y lo que han oído, es decir, todo lo que han dicho y hecho, explicando incluso que no tenían alternativa. Porque en la mafia, esta escrito, no hay elección para las mujeres.
La rebelión también pasa como suicidio, porque son víctimas cotidianas de violencia -primero la psicológica y luego la sexual-, y saben que no pueden sustraerse a ella sin perder a sus hijos, porque ellos no son de ellas, sino de sus padres y ante todos del clan. Si la magistratura leyera los signos de la violencia moral a la que están obligadas las "niñas de mafia" desde los pupitres de la escuela, se podría contrarrestar a tiempo el fenómeno criminal y cultural. Pero nosotros, los jueces, en Italia y en todo el mundo, no lo hacemos porque creemos que el sometimiento, la subordinación, la discriminación, la falta de libertad y las restricciones cotidianas a las que se ven obligadas las niñas y las mujeres es un hecho "normal".
El adjetivo normal deriva de la norma. Es una ley natural que las mujeres sean subordinadas y humilladas, no es un signo de violación del derecho humano de todas a vivir libres.
Solo una magistratura que reconozca la violencia de género, que se especialice y estudie sobre los prejuicios y estereotipos sociales -y judiciales- contra las mujeres, esos mismos que nos hacen creer que las mujeres son débiles y frágiles, incapaces de decidir, llevadas al martirio por la supuesta vocación femenina, puede atacar seriamente la violencia mafiosa y hacerlo antes de que se asienten las alianzas, antes de que se consuman las matanzas, antes de que se importen toneladas de droga, antes de que se vuelen las persianas de las tiendas que no pagan el pizzo.
Si las instituciones, incluso las judiciales, tuvieran la conciencia jurídica y cultural de que la libertad de la mujer es un derecho humano inalienable, como escriben las Constituciones y las Convenciones de Belem do Pará y de Estambul, contrastarían a la mafia investigando y castigando la violencia masculina contra las mujeres desde sus primeras señales. En cambio, respecto a los mafiosos, estas normas no se aplican porque primero viene el grave delito de mafia y solo después, quizás, el menos grave, el de la violación sistemática de la salud física y mental de las niñas y de las mujeres, obligadas a la segregación cultural y social.
Para la magistratura y para las fuerzas policiales es "normal" que en un contexto de mafia se case con quien impone la familia. Nadie se pregunta si es un matrimonio forzado, nadie le pregunta a esa chica si quería a ese marido o amaba a otro hombre. Es "normal" que el marido o el novio tengan sexo con su pareja aunque ésta no lo quiera, nadie le pregunta si alguna vez ha sido obligada por el mafioso de turno porque su consentimiento es irrelevante, sin embargo, la violencia sexual no es tan grave como la extorsión. Es "normal" que una chica no haga deporte y abandone la escuela o la universidad para dedicarse a su hijo, ese hijo que un día le será quitado por haber sido asesinado o por no ser considerada una buena madre como mujer de la mafia. Es "normal" que no vaya a fiestas del país y no pueda salir con sus amigas porque su novio la obliga a entrar en casa, y en lugar de llamarla violencia de género la llamamos celos.
Si los que se ocupan de los crímenes de la mafia conocieran y reconocieran los derechos de las mujeres y la discriminación que sustenta cada momento de sus vidas, podrían eliminar la violencia mafiosa, sin esperar las matanzas o la rebelión de las mujeres que por ello mueren y pierden todo.
La lucha contra la mafia parte desde la formación de los operadores en perspectiva de género, parte de la erradicación de los prejuicios contra las mujeres y los hombres que afligen nuestra cultura patriarcal en todas las latitudes del mundo, incluso dentro de las fuerzas policiales y del poder judicial, deformando los hechos y los fenómenos criminales.
Solo la liberación de las mujeres podrá liberar a los territorios oprimidos por el crimen organizado.
Cuando lo averigüemos, siempre será demasiado tarde.
#Paola Di Nicola Travaglini. Jueza italiana consejera de la Corte de Casación y consultora jurídica de la comisión parlamentaria sobre feminicidio
El artículo original fue escrito por Paola en italiano y traducido para su publicación en JusTA. La versión original se encuentra disponible en este link.
Las opiniones y puntos de vista de esta nota son responsabilidad de su autor/a y no necesariamente reflejan la posición de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia.