En las últimas décadas, se sucedieron en la Argentina numerosas iniciativas de Reforma Judicial. Algunas de ellas (me) generaron particular resistencia, y me pregunto por qué. Pienso, en particular, en el proyecto de Democratización de la Justicia, del año 2013, y en otras más relacionados con el citado proyecto: propuestas para aumentar y/o reducir el número de miembros de la Corte Suprema (propuestas impulsadas a veces, curiosamente, por las mismas personas, con diferencias de apenas años); cambios vinculados con el Consejo de la Magistratura (cambios centrados, no sorpresivamente, en el número de miembros del Consejo, y la cantidad de cargos bajo el control de “la política”); o los relacionados con el Ministerio Público (dirigidos a ganar control o capacidad de presión sobre los fiscales, dentro de un sistema judicial que viene a expandir el poder de los mismos).

Entiendo que a mí, como a tantos interesados en la Reforma Judicial, iniciativas tales nos afectaron tanto, y tan especialmente, porque ellas aparecían enfocadas hacia un lugar correcto (el Poder Judicial); prometían lo que, en principio, todos buscábamos (modificar sustantivamente nuestras estructuras judiciales); y a la vez -y para colmo- invocaban los mejores ideales democráticos, los mismos que nosotros invocábamos (así, en nuestra habitual demanda de cambiar las estructuras judiciales para ponerlas en línea con nuestros compromisos democráticos, de mayor control y decisión en manos de la ciudadanía). En cada caso, una y otra vez, las propuestas efectivas de reforma que se nos ofrecieron, desde el poder, resultaron cortoplacistas, se dirigieron exclusivamente a servir al gobierno de turno, y -de modo despiadado y abierto- contradijeron cualquier expectativa democratizadora que albergábamos (así, a través de la creación más instancias judiciales, para impedir a los jubilados el cobro efectivo de sus reclamos; o por medio de la eliminación de las medidas cautelares -uno de los últimos remedios judiciales a los que apelan los más pobres, por caso, para no sufrir desalojos-; o mediante el recurso de reducir o ampliar los miembros de la Corte -según la conveniencia del momento- preservando siempre intocado su carácter contra-mayoritario y no democrático; etc.). Una tristeza.

Aunque, en ocasiones, todo parece perdido (¿tiene sentido seguir bregando por la Reforma Judicial, después de tantos años de fracasos y decepciones, y en este degradado marco político, definido por la injusticia y la desigualdad?), iniciativas como JusTA, que nos propone ACIJ, nos invitan a volver a intentarlo. Vamos de nuevo, entonces, una vez más. Tenemos las mejores esperanzas, todavía intactas, y las ganas de colaborar con ellos en este nuevo intento.

#Roberto Gargarella es sociólogo, abogado y doctor en Derecho por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se especializó en la Law School de University of Chicago, en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y en Oxford. Es profesor invitado de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella y profesor titular de la Facultad de Derecho de la UBA. Profesor e investigador invitado en distintos centros académicos, obtuvo las becas Fullbright, John Simon Guggenheim Memorial Foundation, Fundación Antorchas, etcétera. Es autor de numerosos libros y artículos publicados tanto en el país como en el exterior, entre ellos, "La sala de máquinas de la Constitución" (2014), "La derrota del derecho en América Latina" (2015) y "Castigar al prójimo: por una refundación democrática del derecho penal" (2016).

Las opiniones y puntos de vista de esta nota son responsabilidad de su autor/a y no necesariamente reflejan la posición de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia.