por Irene Benito
El ministro que quiso ser mucho más que un estadista
El juez rafaelino soñó en grande y no disimuló sus pretensiones. Encabezó la Corte de la Nación durante una década extremadamente problemática para el Poder Judicial. Involucrado en una batalla contra sus tres pares, Lorenzetti hoy sigue empeñado en recuperar el protagonismo: la postulación de Lijo sería su carta para conseguirlo.
Tal vez fue en la ciudad de Santa Fe que Ricardo Luis Lorenzetti dejó a la vista por primera vez qué clase de ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación pretendía ser. Era 2006, y, pese a que llevaba un año y medio en el sitial, todavía portaba el antecedente de abogado civilista dado a la academia y a la doctrina desde la Universidad Nacional del Litoral. Si bien Enrique Petracchi presidía el máximo tribunal, Lorenzetti emanaba el aura de “lo nuevo”. Petracchi, además, no reclamaba el protagonismo, sino que caminaba al lado de su par recién llegado como legitimándolo en sus ansias de “trazar un antes y un después”. Todo desprendía el perfume de lo simbólico y de lo fundacional, desde la celebración de eso tan novedoso que la Corte había llamado “I Conferencia Nacional de Jueces” hasta el hecho de que la actividad transcurría en el venerable Paraninfo de la UNL, el mismo recinto utilizado por las convenciones constituyentes y la casa jurídica e intelectual de Lorenzetti.
Anfitrión natural, además, por su condición de santafesino nacido en Rafaela en 1955, Lorenzetti interactuaba con naturalidad con la magistratura y el periodismo del país entero que había logrado congregar. En ese momento no se sabía, pero lo que parecía un comienzo era, en verdad, un final: la Corte estaba terminando de rearmarse -hacia dentro y hacia fuera- luego de la defenestración que había pulverizado la integración menemista denominada “mayoría automática”. Ese movimiento de apertura y de diálogo tuvo otros capítulos (ediciones adicionales de las conferencias nacionales, una serie de acordadas innovadoras para las prácticas tribunalicias de la época -como las olvidadas audiencias públicas- y fallos tan llamativos como el del Riachuelo -causa “Mendoza”-), pero el impulso institucional de legitimación no duró mucho más. Al cabo de unos años, las apetencias de Lorenzetti se alejaron de lo que en Santa Fe había adquirido la categoría de mantra, la prometida cercanía de los tribunales con la sociedad.
Aunque no era el único ni el primero que había ingresado a la Corte durante la etapa inicial de los Kirchner, Lorenzetti era el que lucía más entusiasmado con la posibilidad de que la Justicia diera un giro acorde con el cambio de aires imperante. Fue en esa “I Conferencia Nacional de Jueces” organizada con su impulso que el civilista pronunció las palabras que luego convertiría en su narrativa registrada. Lorenzetti mismo se encargaría de rememorar de manera frecuente que aquella vez habían sido enunciadas las “políticas de Estado” que el Poder Judicial debía seguir y aplicar. Ese catálogo incluía desde la independencia hasta la ética, la capacitación, la gestión y, desde luego, el manejo de la información tribunalicia, es decir, todo lo que hasta la fecha lastra la imagen del Poder Judicial.
El programa de liderazgo anticipado en la “I Conferencia Nacional de Jueces” siguió su curso y, en 2008, Lorenzetti asumió la presidencia de la Corte. Fue una década caracterizada por una conflictividad expansiva, donde se arraigó el fenómeno bifronte de la partidización de la Justicia y de la judicialización de la política. Las tensiones por el dominio y el control de los tribunales se erigieron en un clima de confrontación estable. Esa deriva tuvo un hito en 2013, cuando el oficialismo propuso un plan ambicioso para reformar la Justicia, donde lo único que, litigio mediante, quedó en pie fue la reforma que acotó la publicidad de las declaraciones juradas de los funcionarios públicos y la Ley de Ingreso Democrático que obligaba al Poder Judicial a aplicar criterios objetivos para nombrar a su personal, una regla que hasta el presente sigue tan incumplida como en vigor.
La exposición de la magistratura aumentó de una manera drástica, con un saldo muy favorable a los escándalos. Lorenzetti surfeó la ola con un estilo ambivalente, donde a veces parecía alineado al partido de Gobierno, como cuando encabezó la comisión que reformó y unificó el Código Civil y Comercial vigente desde 2015, y, otras veces, próximo a la oposición, como cuando colocó en el video de “víctimas de delitos” proyectado durante la apertura de aquel año judicial una imagen de Alberto Nisman, el fiscal que ventiló la versión de que la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner había pactado con Irán para impedir el esclarecimiento del atentado contra la AMIA y, luego, fue encontrado sin vida en su departamento de Puerto Madero.
Resultaba tan intensa la presencia y la participación de Lorenzetti en actividades de amplio rango (desde visitas al Papa Francisco hasta discursos en la Sociedad Interamericana de Prensa) que empezó a fluir la versión de que su proyecto no era judicial, sino presidencial. Mientras circulaban esas especulaciones, Lorenzetti consolidaba su influencia, con los ministros Carlos Fayt y Juan Carlos Maqueda como aliados permanentes, y el Centro de Información Judicial (CIJ) nacido de las brasas de aquella “I Conferencia Nacional de Jueces” como instrumento de divulgación de su agenda. Siempre sonriente, el rafaelino no paraba de acumular honoris causa.
Y aunque parecía que le faltaba tiempo para atender sus compromisos académicos y sus funciones públicas de comandar las decisiones de su cuerpo, y para viajar por el país y el mundo, el presidente de la Corte no dejaba de publicar libros. Sólo entre 2004, año de su incorporación al estrado, hasta 2020, Lorenzetti presentó una veintena de obras en la Argentina, la mayoría como autor único, aunque uno de sus títulos más taquilleros, “Derecho Ambiental”, lleva también la firma de su hijo Pablo Lorenzetti. A esa producción hay que sumar los libros publicados en el exterior: según su página web, una porción de la bibliografía del ministro está disponible en 10 países, entre ellos Italia, España y los Estados Unidos. Con el tiempo, además, Lorenzetti amplió el espectro de materias. A sus característicos tratados de derecho privado añadió los volúmenes dedicados al ambiente y a los derechos humanos. Cuando cumplía una década en la magistratura, Lorenzetti publicó un libro con tono de estadista, “El arte de hacer justicia. La intimidad de los casos más difíciles de la Corte Suprema”.
El período de 10 años de Lorenzetti al frente de la Corte terminó sin elegancia. Hacia 2018 arreciaban las intrigas y el desgaste. Si un día no saltaban filtraciones de las escuchas telefónicas que el Poder Judicial debía resguardar, otro la cofundadora de Juntos por el Cambio, Elisa Carrió, acusaba a Lorenzetti de haberse procurado un negocio editorial fantástico reñido con su función jurisdiccional a partir de la publicación del Código Civil y Comercial comentado, y de haber incurrido en nepotismo con la familia de Mara Perren, la empleada del Juzgado Federal de Rafaela con la que había contraído matrimonio en 2016.
La contaminación de la Justicia, en particular de los tribunales de Comodoro Py, con los servicios de inteligencia devino ostensible. Al calor de la tramitación lenta y accidentada de denuncias de corrupción de altísimo voltaje, y cuando acababa la jefatura de Lorenzetti, el sector que lo había designado en la Corte puso sobre la mesa que esta practicaba el “lawfare”, una suerte de confabulación con la prensa y los sectores conservadores para criminalizar injustamente a políticos progresistas y a otras figuras públicas. Trazos gruesos de esta serie de reproches aparecen en la base del juicio político impulsado de forma infructuosa por el Frente de Todos durante el gobierno de Alberto Fernández para destituir a la totalidad de integrantes de la Corte.
Mucho polvo había cubierto las expectativas de bronce que destilaban las intervenciones iniciales de Lorenzetti. El edificio que había orquestado comenzó a tambalear con la renuncia de Fayt y se derrumbó por completo cuando el ministro Carlos Rosenkrantz lo desplazó de la presidencia. Una de las primeras víctimas de la caída fue el CIJ: el nuevo liderazgo lo redujo a un espectro del aparato informativo que había sido con el argumento de que había supeditado la comunicación con la sociedad a las preferencias y animadversiones de Lorenzetti. Así arrancaron las horas interminables de rencillas y denuncias cruzadas que distanciaron al rafaelino de su comprovinciano Horacio Rosatti, el otro santafesino de la Corte, Maqueda y Rosenkrantz.
Hacia finales de 2023 ya casi nadie recordaba esa “I Conferencia Nacional de Jueces”, salvo el propio Lorenzetti, quien la propuso como punto de partida del lenguaje claro en la Justicia en un voto en el que -vaya paradoja- rechazaba en minoría la decisión de sus pares de implementarlo. Quizá esta sea solamente una hora baja en una historia de consagraciones más amplias o quizá esa consagración ya resulte inviable. En ese mar de dudas quedó claro que Lorenzetti no se resigna al “segundo plano”: rápido de reflejos, encontró la forma de resurgir de la mano del presidente Javier Milei y del plan que promovió a uno de sus aliados en Comodoro Py, el controvertido Ariel Lijo, para cubrir la vacante en el máximo tribunal del país que había dejado Elena Highton. Si no incurre en mal desempeño o se retira antes, el ministro que quiso ser mucho más que un estadista dispone de tiempo para imponer su concepción del poder hasta el 19 de septiembre de 2030, cuando cumplirá 75 años.